Doris M. Vazquez
Source: Ferré Rosario,
Papeles de Pandora
, Joaqu’n Mortiz, México, D.F., 1976
LA MU„ECA MENOR
La t’a vieja hab’a sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al ca–averal como hac’a siempre que se desperataka con ganas de hacer una mu–eca. De joven se ba–aba menudo en el r’o, pero un d’a en que la lluvia hab’a recrecido la corriente en cola de dragón hab’a sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, hab’a cre’do escuchar, revolcados con el sonido del agua, los esta llidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos hab’an llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente hab’a sido mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los d’as y la llaga no ce rraba. Al cabo de un mes el médico hab’a llegado a la conclusión de que la chágara se hab’a introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde hab’a evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La t’a estuvo una semana con la pierna r’gida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se hab’a abultado aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Hab’a sido muy hermosa, pero la chágara que escond’a bajo los largos pliegues de gasa de sus faldas la hab’a despojado de toda vanidad. Se hab’a encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se hab’a dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la familia viv’a rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel ra’do de la mesa. Las ni–as adoraban a la t’a. Ella las peinaba, las ba–aba y les daba de comer. Cuando les le’a cuentos se sentaban a su alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las ni–as fueron creciendo la t’a se dedicó a hacerles mu–ecas para jugar. Al principio eran sólo mu–ecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El nacimiento de una mu–eca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las ni–as eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La t’a hab’a ido agrandando el tama–o de las mu–ecas de manera que correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las ni–as. Como eran nueve y la t’a hac’a una mu–eca de cada ni–a por a–o, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen exclusivamente las mu–ecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho a–os hab’a ciento veintiséis mu–ecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de mu–ecas del palacio de las tzarinas, o en un almacén donde alguien hab’a puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la t’a no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las mu–ecas canturreándoles mientras las mec’a: As’ eras cuando ten’as un a–o, as’ cuando ten’as dos, as’ cuando ten’as tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.
El d’a que la mayor de las ni–as cumplió diez a–os, la t’a se sentó en el sillón frente al ca–averal y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba d’as enteros observando los cambios de agua de las ca–as y sólo sal’a de su sopor cuando la ven’a a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de hacer una mu–eca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Pod’a verse ese d’a a los peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la t’a llamaba a su habitación a la ni–a con la que hab’a so–ado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hac’a una mascarilla de cera que cubr’a de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas; luego hac’a salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; ten’a un ligero tinte marfile–o que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la t’a enviaba al jard’n por veinte higüeras relucientes. Las cog’a con una mano y con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos d’as raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la mu–eca.
Lo único que la t’a transig’a en utilizar en la creación de las mu–ecas sin que estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en todos los colores, pero la t’a los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de d’as en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las mu–ecas no variaba nunca, a pesar de que las ni–as iban creciendo. Vest’a siempre a las más peque–as de tira bordada y a las mayores de broder’, colocando en la cabeza de cada una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las ni–as empezaron a casarse y a abandonar la casa. El d’a de la boda la t’a les regalaba a cada una la última mu–eca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: “Aqu’ tienes tu Pascua de Resurrección.” A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la mu–eca era sólo una decoración sentimental que sol’a colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la t’a observaba a las ni–as bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exhuberante mu–eca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas mu–ecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, ten’an la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubr’a otra más sutil: la mu–eca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel.
Ya se hab’an casado todas las ni–as y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el doctor hizo a la t’a la visita mensual acompa–ado de su hijo que acababa de regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La t’a pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todav’a estaba viva, y cogiéndole la mano con cari–o se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo quer’a que vinieras a ver la chágara que te hab’a pagado los estudios durante veinte a–os.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la t’a vieja. Era evidente su interés por la menor y la t’a pudo comenzar su última mu–eca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la t’a se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrec’a galletitas de jengibre y cog’a el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya ten’a ganas de saber cómo era por dentro la carne de delf’n.
El d’a de la boda la menor se sorprendió al coger la mu–eca por la cintura y encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia art’tica. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicad’sima porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Hab’a, además, otro detalle particular: la t’a hab’a incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas de brillantes.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque de cemento. La obligaba todos los diás a sentarse en el balcón, para que los que pasaban por la calle supiesen que él se hab’a casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo ten’a el perfil de silueta de papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un d’a él le sacó los ojos a la mu–eca con la punta del bistur’ y los empe–ó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina. Desde entonces la mu–eca siguió sentada sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la mu–eca y le preguntó a la menor qué hab’a hecho con ella. Una cofrad’a de se–oras piadosas le hab’a ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas hab’an descubierto por fin que la mu–eca estaba rellena de miel y en una sola noche se la hab’an devorado .“Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea.” Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron los a–os y el médico se hizo millonario. Se hab’a quedado con toda la clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de cerca a un miembro leg’t’mo de la extinta aristocracia ca–era. La menor segu’a sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas, percib’an a su alrededor un perfume particular que les hac’a recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que ten’a cuando la iba a visitar a la casa del ca–averal. Una noche decidió entrar en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se mov’a. Colocó delicadaniente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la mu–eca levantó los párpados y por las cuencas vac’as de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las chágaras.