En Puerto Rico hay una actitud ambigua° acera de los perros. Por una parte, mucha gente los quiere mucho, y en muchas partes son muy bien recibidos. Pero la gente también les tiene miedo, un miedo a veces exagerado. Y el origen de esto se encuentra en que los espa–oles muchas veces usaron perros para perseguir a los indios. Uno de los relatos de Coll y Toste trata del má sfamoso de estos perros, que se llamaba Becerrillo. Este feroz y valiente perro por fin murió defendiendo a su amo en un ataque de los caribes.
En una playa de la ciudad de San Juan un perro de piedra mira hacia el mar. Y las dos leyendas que se han formado en torno a esta viejo estatua revelan muy bien la actitud ambigua que mencionamos. En una de estas leyendas, un ta’no perseguido por un perro de los esp–aoles implora a Yucajú que lo salve. En ese mismo instante el perro se convierte en piedra. La otra leyenda es la que vamos a narrar aqu’.
Se dice que el perro es el mejor amigo del hombre, y muchas historias lo comprueban. Y ninguna es más elocuente del° afecto y la lealtad que sienten estas nobles bestias por sus amos que la presente.
Allá para la época en que la industrialización y el progreso económico no hab’an llegado a la Isla, muchos de los humildes pescaban para ganarse la vida. Todos los d’as antes de salir el sol sal’an en sus remendados botes a probar suerte en el mar. Para aquellos pobres pescadores no exist’an vacaciones, ni domionos, ni d’as feriados (excepto el Viernes Santo: ese d’a era sagrado y nadie sal’a a pescar).
Uno de estos pescadores llamado Miguel viv’a en una choza en un arrabal° de San Juan. Prefer’a salir en su bote por un punto de la costa norte que está situado frente al puente que une al Condado con San Juan. Nadie más usaba ese lugar por ser considerado peligroso.° Las olas bat’an con fuerza sobre los pe–zacos° que rodean la playa. Al valiente Miguel le gustaba ese punto porque hab’a muchos peces y además pod’a disfrutar de paz y tranquilidad. Le gustaba estar solo para pensar en su amada Alurelia, la esposa fallecida. All morir, ella le hab’a dejado como consuelo a su soledad un fiel perro. El animal lo acompa–aba todas las ma–anas a la playa y lo esperaba alegremente all’ todas las tardes cuando él regresaba en su bote. Miguel conversaba con el animal, su único amigo.
—Hoy era un da’ bueno; hab’a mucha pesca.
El animal parec’a entenderle y se mostraba contento, lamiendo° a su amo.
—Hoy no pesqué nada.
—No hab’a mucha pesca; sólo traje estas sardinitas.
Y as’ suced’a a diario: el hombre y la bestia se comprend’an y compart’an la vida.
De noche el animal dorm’a al lado del camastro del amo, vigilando y cuidando.
—Estoy enfermo, amigo. Me duele la cabeza y tengo calentura—le dijo un d’a Miguel al regresar. El perro se sintió triste. Siguió al amo hasta la choza donde, al llegar, se tiró en el camastro. Pasó la noche delirando por la fiebre. El perro no se despegó ni un momento de se lado,° le lam’a las manos y la frente en un intento por refrescarlo del calor febril. As’ estuvo dos d’as. Y durante ese tiempo el perro no lo abandonó ni para comer.
Al tercer d’a la fiebre cedió y Miguel fue recuperando poco a poco hasta que todo volvió a la normalidad.
Un d’a varios meses más tarde, el mar amaneció muy borrascoso.° El cielo estaba nublado y soplaba una brisa fuerte. Parec’a indicar tormenta. Miguel sab’a que no era un buen d’a para salir al mar. Pero pensó que si no pescaba no comer’an ni él ni el perro. Sus provisiones se hab’an terminado el d’a anterior, los peces no hab’an picado,° y no hab’a conseguido dinero. Ten’a que trabajar; además él era valiente y hábil con el bote.
El perro se mostraba inquieto.
—No te preocupes, amigo. Regresaré tan pronto pesque lo suficiente para que podamos comer—le dijo Miguel tratando de calmar al preocupado animal.
El perro miraba desde la orilla como el amo se alejaba en el mar. All’ permaneció hasta que el bote se perdió en la distancia. Se sentó en la playa a esperar el regreso. Estuvo todo el d’a mirando hacia el mismo punto en lontananza.° Se sent’a triste. El mar se embravec’a° más a medida que° se acercaba la tormenta. Ni la fuerte lluvia, ni el fuerte viento, ni el fr’o, ni el hambre lograron que el perro abandonara la playa. Esperaba a su amo, a su amigo. Esperó todo el d’a, toda la noche, todo el d’a siguiente. Nunca perdió la esperanza de volver a ver a su amo.
Miguel no regresó; se quedó en el mar. El perro no abandonó la playa. Todav’a puede verse sentado mirando al mar. La noche lo volvió° piedra.